Equivocarse es de sabios
Nuestra sociedad siempre ha visto con malos ojos los errores, especialmente en el mundo de los adultos, donde cometerlos supone un motivo de vergüenza y decepción.
“El que nunca comete errores es menos cuerdo de lo que se figura”, advertía el filósofo francés François De La Rochefoucauld. “El que se pierde es el que encuentra las nuevas sendas”, sugería también en esa línea el dramaturgo noruego Nils Kjaer.
Por su parte, el español Bernardo De Balbuena afirmaba prácticamente lo mismo, pero con rima: “No darás tropezón ni desatino, que no te haga adelantar camino”. Y en un tono bastante más campechano, el refranero popular castellano sentencia que “echando a perder, se aprende”.
Sin embargo, parece que ninguno de estos mensajes ha calado lo suficiente en nuestra sociedad. Cometer errores nos irrita sobremanera. Quizás porque los años que pasamos en el colegio hacen mella en cómo concebimos el aprendizaje.
En la etapa escolar, se nos graba a fuego la idea de que aprender consiste en escuchar a un profesor contar la lección para, a continuación, retener en la memoria todas las “respuestas correctas” posibles y demostrarlo en un posterior examen. Sacar un 10 significa que nos sabemos todas las respuestas correctas; un 0 implica un 100 % de fallos, es decir, un estrepitoso fracaso. Y eso es todo, no hay que darle más vueltas. ¿O quizá sí?
Un voto de confianza para las equivocaciones
Los defensores del aprendizaje basado en errores pretenden cambiar por completo las tornas. “La idea central es que, en lugar de recibir pasivamente clases magistrales, el aprendizaje se plantee desde el principio como una búsqueda activa de respuestas”, explica a SINC Eugenia Marín-García, psicóloga de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU).
Dicho de otro modo, esta tendencia aboga por que una de las herramientas básicas de la enseñanza sea alternar sesiones de estudio con pruebas. En ocasiones, esos test se pueden responder incluso antes de que el profesorado imparta la lección, una propuesta conocida con el término anglosajón pretesting.
“Algunas veces acertaremos y otras (muchas) nos equivocaremos, pero a largo plazo los resultados de esta forma de estudio superan con creces la formación pasiva clásica, esa que consiste en estudiar y reestudiar una y otra vez la lección hasta que ‘se nos queda’”, aclara Marín-García, experta precisamente en estrategias de aprendizaje.
De hecho, se ha comprobado que fallar al intentar responder hace que aprendamos más. Incluso en preguntas de tipo verdadero-falso. ¿Una paradoja? No, en realidad tiene mucho sentido. “Hay varias teorías que intentan explicarlo, pero nuestras investigaciones empíricas y las de otros grupos cercanos indican que la más plausible es la que se conoce como Error Prediction Theory”, resume la investigadora.
Aclara que esa teoría propone que, cuando lo que uno espera que va a suceder (la predicción) no coincide con la realidad, el cerebro reacciona aumentando la atención. Y, como consecuencia de ese error de predicción, la retentiva mejora y el aprendizaje es más profundo.
Correcciones inmediatas y detalladas
Eso sí, para que el método funcione es importante que nos corrijan (o nos autocorrijamos) inmediatamente después de responder a los test, en lugar de dejar varios días entre la prueba y el feedback correctivo. Además, a ser posible, la rectificación debe ir acompañada de una explicación detallada y no solo de un bien o mal.
Otro matiz a tener presente es que no podemos cortar a todos los errores por el mismo rasero. Por un lado, hay evidencias de que aquellos que cometemos nosotros mismos generan mayor aprendizaje a largo plazo que los que cometen los demás. Por otro lado, no es lo mismo lo que se conoce como error de comisión, que ocurre cuando damos una respuesta que no es la correcta, que un error de omisión, que se produce cuando dejamos “la pregunta en blanco”. El primero es el que realmente favorece la enseñanza duradera.
El principal escollo a la hora de intentar aplicar todo esto en el aula es la asociación mental que hacen los alumnos entre test y nota. “Tendemos a pensar que si los profesores nos plantean una serie de preguntas es para evaluarnos, y eso nos incomoda”, subraya Marín-García. Si los fallos van a repercutir negativamente en la nota, obviamente no queremos enfrentarnos a un test sin estudiar.
Sin embargo, el examen no debería ser solo el final del camino. “Es cierto que existen (y seguirán existiendo) evaluaciones calificadoras. Necesitamos certificaciones, notas, nos las exige el sistema educativo”, afirma a SINC la especialista. Pero está convencida de que en el proceso de estudio deberíamos hacer test continuamente, no para evaluar sino para aprender.
La evaluación como aliada
Anna Forés, de la cátedra de Neuroeducación de la Universidad de Barcelona (UB), coincide plenamente con ella. Más allá de que nos ayude a aprender, defiende que “la evaluación debería considerarse una aliada, porque nos hace la fotografía de lo que sabemos en un momento concreto y lo que nos falta por aprender”.
Para Forés, el problema va mucho más allá de las aulas: errar está mal visto en todos los ámbitos de la vida. “Cuando los norteamericanos entrevistan a los candidatos a un puesto de trabajo valoran que en su currículum conste en qué se han equivocado en sus anteriores empleos; porque si has hecho una pifiada en una empresa, ya hay garantías de que al menos ese error no lo volverás a cometer”, nos explica.
Pero reconoce que es inimaginable que algo así ocurra en España. “No tenemos en cuenta que el hecho de que alguien se haya equivocado no solo no es negativo, sino que garantiza que ha habido un aprendizaje”, lamenta.
Lo paradójico es que cuando tratamos con niños pequeños damos por hecho que necesitan fallar para aprender. “¿Cómo aprendemos a andar? A base de darnos culazos. ¿Y a montar en bici? ¿Y a dibujar? ¿Cómo aprendemos a hablar? A base de ensayo-error en todos los casos”, resume Forés.
A los niños se les permite fallar, a los adultos no
Dice que algo que tenemos tan claro en los aprendizajes procedimentales (de habilidades) de la infancia, lo desterramos al hacernos mayores. Pretendemos que al crecer el aprendizaje sea inmediato, que los conocimientos se incorporen a nuestro cerebro al instante, como por arte de magia. Y nos da urticaria la sola posibilidad de “fallar” en el proceso.
Lo peor es que pensar así nos paraliza. Obviamos aquello que dijo Einstein de que quien nunca ha cometido un error, nunca ha intentado nada nuevo. “Cada experiencia es un aprendizaje, en cada acción experimentamos y aprendemos”, subraya Forés. “Pensar ‘yo no sé, yo no voy a saber’ nos estanca; y al contrario tener mentalidad de crecimiento, como la llama Carol Dweck, nos hace crecer”, distingue la experta en neuroeducación.
Hace referencia a los trabajos de una psicóloga de la Universidad de Stanford que distingue dos tipos de mentalidades: la de personas a las que les fascinan los retos y la de quienes evitan cualquier desafío que se cruzan por temor a equivocarse.
No es innato, sino educacional, según ha demostrado Carol Dweck, que calcula que el 40 % de las personas tienen “mentalidad de crecimiento”, otro 40 % “mentalidad fija”; y el resto cambia en distintas fases de su vida.
Cómo actúa nuestro cerebro ante las erratas
Qué parte del cerebro se activa al equivocamos depende de a qué grupo pertenezcas. “Si nos frustramos, se enciende la amígdala; si tenemos actitud de crecimiento, el error solo sirve para activar nuestra curiosidad, incluso nos motiva”, resalta Forés.
Sin embargo, sí que hay elementos comunes que los neurocientíficos empiezan a descifrar. Registrando con electroencefalografía el cerebro de cualquier individuo mientras comete un error se detecta un patrón de actividad muy singular, que el aparato registra como un pico súbito de actividad eléctrica negativa. En la jerga lo llaman error-related negativity (ERN) y la señal procede de una región profunda del cerebro llamada corteza cingulada anterior.
Al parecer, las neuronas de esta zona se ocupan de detectar los fallos para dar orden inmediata al resto del cerebro de aumentar la atención y asegurarse de que la probabilidad de volver a equivocarnos baje. Lo curioso es que todo esto ocurre apenas 100 milisegundos después de que metamos la pata. Vamos, que nuestro cerebro se da cuenta mucho antes que nosotros de las pifias. Y, automáticamente, a partir de ese momento, nos hace responder más para que no nos precipitemos.
Visto lo visto, parece que equivocarnos nos vuelve más sabios. “Deberíamos vivir igual que jugamos al parchís: aceptando sin dramas ni ansiedad que los fallos están permitidos y que, si por tomar una mala decisión otro jugador me come una ficha, me voy a casa y no pasa nada”, concluye Anna Forés.